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EL LIBERAL . El Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Lucas (1.26-38)

08/12/2018 02:07 El Evangelio
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Lectura del santo evangelio según san Lucas (1.26-38) Lectura del santo evangelio según san Lucas (1.26-38)

En aquel tiempo, el ángel

Gabriel fue enviado por

Dios a una ciudad de Galilea

llamada Nazaret, a una

virgen desposada con un

hombre llamado José, de la

estirpe de David; la virgen

se llamaba María.

El ángel, entrando en su

presencia, dijo: “Alégrate,

llena de gracia, el Señor está

contigo”.

Ella se turbó ante estas

palabras y se preguntaba

qué saludo era aquél.

El ángel le dijo: “No temas,

María, porque has encontrado

gracia ante Dios.

Concebirás en tu vientre y

darás a luz un hijo, y le pondrás

por nombre Jesús. Será

grande, se llamará Hijo

del Altísimo, el Señor Dios

le dará el trono de David, su

padre, reinará sobre la casa

de Jacob para siempre, y su

reino no tendrá fin”.

Y María dijo al ángel:

“¿Cómo será eso, pues no

conozco a varón?”.

El ángel le contestó: “El

Espíritu Santo vendrá sobre

ti, y la fuerza del Altísimo te

cubrirá con su sombra; por

eso el Santo que va a nacer

se llamará Hijo de Dios. Ahí

tienes a tu pariente Isabel,

que, a pesar de su vejez, ha

concebido un hijo, y ya está

de seis meses la que llamaban

estéril, porque para

Dios nada hay imposible”.

María contestó: “Aquí

está la esclava del Señor;

hágase en mí según tu palabra”.

Y la dejó el ángel.

Comentario

La persona de María, su

Inmaculada Concepción y

su maternidad virginal, no

son una especie de “meteorito”

caído del cielo, sin relación

con el conjunto de la

realidad del universo y de la

historia humana, tal como

los entendemos en el seno

del cristianismo. Al contrario,

descubrimos una íntima

conexión entre la realidad

de María como persona

singular y la lógica salvífica

de Dios, que se manifiesta

en el mismo acto de la

creación.

Dios creó el mundo

“de la nada” de modo que

en este mundo no había

ni la más mínima sombra

de mal: el mundo salió de

las manos de Dios, no sólo

“bueno”, sino “muy bueno”

(cf. Gn 1,31), es decir, puede

decirse que salió de sus manos

“lleno de gracia”.

Por otro lado, el pecado,

incluso si se considera

algo muy radical, no destruye

totalmente eso “muy

bueno” y, por eso, no excluye

la dignidad del hombre

como imagen de Dios,

si bien la deforma y oscurece.

Y, por ello mismo, el pecado

no elimina la esperanza

de la salvación, que consiste

en vivir de acuerdo con

esa dignidad.

¿Cómo reacciona Dios

ante el pecado del hombre?

O, dicho de otra forma, ¿cómo

nos mira Dios? Dios no

actúa en la historia sin la colaboración

humana. La historia

de la salvación es la

historia de un diálogo. Dios

continúa volviendo a la tierra

a “la hora de la brisa”

(Gn 3, 8) y busca al hombre

que, a causa del pecado, se

esconde del rostro de Dios

y con gran dificultad consigue

mirar al rostro de sus

semejantes.

Una consecuencia del

pecado consiste precisamente

en que el hombre tiene

los ojos muy abiertos para

el mal, sobre todo, desde

luego, para el mal de los

otros: “Cómo es que miras

la brizna en el ojo de tu hermano

y no reparas en la viga

que hay en tu ojo” (Mt

7,3). Por eso, con frecuencia,

prestamos gran atención

al pecado ajeno, a lo

negativo en los otros, a lo

que nos molesta, a lo que

oculta el bien que portan en

sí, más que al bien que, sin

duda, también hay en ellos.

Dios, que ve con total

claridad el pecado y el mal,

nos mira, sin embargo, de

otro modo: Dios es capaz

de ver eso “muy bueno”

que él creó: el corazón no

manchado por el pecado,

su propia imagen presente

en la creación por medio

del hombre. Dios mira así y

busca con su mirada aquella

realidad capaz de conversar

con él “a la hora de la

brisa”, de respetar el árbol

del conocimiento del bien y

del mal. Es decir, Dios busca

en el hombre lo que de

amable hay en él: “En ese

pondré mis ojos, en el humilde

y en el abatido que se

estremece ante mi palabra”

(Is 66, 2).

Así nos mira Dios, buscando

lo bueno, lo sano que

hay en el mundo, su propia

obra. Dios busca, mira,

y encuentra... a María: “Ha

mirado la humildad de su

sierva” (Lc 1, 48).

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